El 22 de julio de 1763, cuando Catalina II de Rusia firma un Manifiesto invitando a colonizar tierras en las cercanías del curso inferior del Río Volga, empieza a escribirse la historia de los alemanes del Volga, un pueblo que emigró dos veces, del Sacro Imperio Romano Germánico al Imperio Ruso y de allí a América, que mantuvo su identidad cultural, su forma de vida, sus valores y creencias, sus tradiciones y costumbres, su idioma y su fuerte sentido de pertenencia a la comunidad.
La historia de los alemanes del Volga empieza el 22 de julio de 1763 cuando la zarina Catalina II de Rusia firma el Manifiesto invitando a colonos europeos a colonizar un extenso territorio en las cercanías del curso inferior del Río Volga, en el Imperio Ruso, ofreciendo parcelas de tierra libre de impuestos, libertad de practicar su oficio o profesión, exención del servicio civil y militar, autogobierno y el control local de las escuelas, conservación de su idioma y cultura, libertad religiosa, entre otros puntos no menos relevantes.
Un numeroso contingente de emigrantes, principalmente de los territorios que en la actualidad conforman los estados alemanes de Hesse, Renania-Palatinado, Baden-Wurtemberg y Baviera, responden a la convocatoria, embarcando en el puerto de Lübeck, para navegar por el Mar Báltico, rumbo a la ciudad de Oranienbaum, Rusia, para finalmente dirigirse a San Petersburgo, y de allí rumbo al lugar prometido por Catalina II, donde el 29 de junio de 1764 fundan la aldea Dobrinka, tras un largo andar de un año. Atrás quedaba el Sacro Imperio Romano Germánico y delante el futuro, en un territorio en el que todo estaba por hacer.
Los colonos aceptaron emigrar cansados de soportar los frecuentes conflictos políticos, sociales y religiosos, en los que se veían envueltos a causa de la dinámica de las decisiones que tomaban los príncipes y reyes imperiales, a los que estaban obligados a servirles. También buscaron un nuevo horizonte después de las guerras de los Cien Años (que en realidad se prolongó durante 116 años, entre 1337-1453), la guerra de los Treinta Años (1618-1648) y la guerra de los Siete Años (1756-1763), que habían devastado los territorios por el permanente paso de las tropas, que arrasaban con todo, cosechas y alimentos, y dejaban el campo sembrado de muertes, hambrunas, enfermedades, pestes, y sin gente joven para comenzar de nuevo.
En los primeros diez años partieron de la actual Alemania unas 30.000 personas sobreviviendo apenas unas 23.000, como consecuencia de las peripecias que tuvieron que afrontar durante el viaje y lo difícil que fueron los comienzos en tierras rusas, para colonizar los campos inhóspitos, desolados y lejos de las grandes urbes, rodeados de siervos analfabetos, y utilizados como barrera de contención para mantener controlados a las tribus nómades y salvajes que asolaban la región, a pura violación y matanzas, tanto que durante los primeras décadas destruyeron varias aldeas, tomando prisioneros y asesinado a sus habitantes. Un detalle que se omitió mencionar en el Manifiesto de Colonización firmado por Catalina II.
Sin embargo, los colonos supieron sobreponerse a todo ello, y con sacrificio, esfuerzo y trabajo, más un hondo sentido del deber y una profunda fe en Dios y en sus valores culturales, consiguieron salir adelante. Labraron la tierra y en cien años transformaron la zona en una región productora de trigo, una extensión que alcanzó una amplitud mayor a la Suiza actual. Continuaron fundando aldeas y colonias que aportaron mayor progreso y crecimiento, extendiendo las actividades hacia otros sistemas productivos además del agropecuario.
Pero un día su situación cambió radicalmente cuando en 1871 el gobierno ruso les informó que el Manifiesto quedaba anulado, que todo lo que se estipulaba en él quedaba revocado, y empeoró aún más cuando en 1874 se obligó a todos los jóvenes de 20 años a servir en el ejército a lo largo de seis años. Lo que en pocas palabras significaba perder, además de las concesiones que otorgaba el Manifiesto, la identidad cultural. Algo que ellos no deseaban. Por eso, surgió la idea de iniciar la búsqueda de una nueva tierra prometida. Esta vez en América. Dando inicio así, a su segunda y definitiva migración, arribando muchos de ellos a la Argentina, donde fundaron aldeas y colonias en varias provincias, y en la actualidad, 261 años después de aquel lejano 22 de julio de 1763, sus descendientes aún conservan su identidad cultural, sus valores, convicciones y creencias, tradiciones y costumbres, su idioma, y su fuerte sentido de pertenencia a la comunidad.
Autor: Julio César Melchior.