La cocina a leña de mi hogar materno me abrigó el alma en mis primeros juegos infantiles, jugando a los caballitos y vaquitas con los Koser, cerca de su calor, de su espíritu alimentado con Blatter (bosta) que mamá y papá juntaban en el campo y ponían a secar durante el verano. También me acompañó en las noches de invierno en que mamá me enseñaba las primeras letras que nos daban como tarea las maestras: todavía parece que la oigo leer “mi mamá me ama”, una de las clásicas lecturas de primer grado que todos aprendimos al iniciar la escuela primaria.
La cocina a leña de mi hogar materno me acompañó en mis sueños de adolescente, enfrascado a duelo con los problemas de matemáticas, en las dudas lingüísticas del inglés, y la constante rebeldía de las hojas de doce columnas de contabilidad. También, junto a ella, y a solas, lloré las primeras lágrimas de amor, acongojado y triste porque la niña que amaba parecía no querer darse cuenta de que me moría de amor por ella, un amor platónico que se apagó con los años, como el fuego de la cocina.
La cocina a leña de mi hogar materno un día desapareció bajo las sacrílegas manos del progreso, que la cambió por una cocina a gas moderna, reluciente y más práctica. “Es más limpia, no genera ceniza; ni ensucia las paredes con hollín...”, justificaron las mujeres y aceptaron los hombres. Y un día la cocina “desapareció”. Y con ella un conjunto enorme de mis recuerdos personales, que nunca volveré a vivir, ni a recordar mirando con nostalgia la antigua cocina a leña de mi hogar materno, que fue vendida y, seguramente, está tirada vaya a saber en qué rincón de alguna chacarita donde se tiran los trastos viejos que no le sirven a nadie.
Material Periódico Cultural que rescata y revaloriza la historia y la cultura de los descendientes de alemanes del Volga del escritor Julio César Melchior
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