miércoles, 8 de febrero de 2017

Historia de vida de la abuela Clara Weinbender, de 92 años

Sentada a la sombra de una higuera, a pocos metros de la casa dónde reside desde el día en que nació, hace exactamente noventa y dos años, doña Clara Weinbender evoca su pasado. Su mirada recorre la galería, el jardín, el patio y se pierde en la lejanía del fondo, donde se levanta el Nuschnick y se ve el verde de la quinta de verduras. “Aquí jugué a ser mamá con mis amigas y aquí fui mamá de verdad, cuando nació mi primer hijo” –recuerda.
Doña Clara cuenta que de niña tuvo poco tiempo libre para jugar porque en aquellos años todos los niños tenían que ayudar en la casa y en la crianza  de los hermanos, que siempre fueron  muchos. En su caso, trece. Trece hermanos, más ella y sus dos padres: dieciséis personas sentadas alrededor de una mesa para comer.


“Yo empecé a trabajar a los nueve años –revela. A los nueve años mi mamá me mandó a trabajar a casa de una señora que había quedado viuda con un bebé. Yo tenía que cuidar al bebé y lavar la ropa de todos los integrantes de la casa, que eran la viuda, el bebé y tres hijos más. La señora me pagaba un pequeño sueldo, se lo daba a mi mamá, que lo usaba para comprar cosas para alimentar a la familia. Mi mamá  cobró todos mis sueldos en todos los trabajos que tuve mientras permanecí soltera, hasta los veintiún años”.
“A los veintiuno me casé –agrega- y me fui a trabajar al campo, con mi marido. Fueron años duros. Se trabajaba mucho y no se ganaba nada: todo el mundo se aprovechaba de los peones de campo y encima, a las mujeres no se le paga nada, por más que trabajara de igual a igual con el hombre. Yo hice todo tipo de trabajos, cargué bolsas de trigo y ayudé a arar y sembrar. Y tuve ocho hijos. Fueron años muy duros, muy duros –repite doña Clara con un dejo de tristeza en la voz.
“Solamente teníamos permiso para salir del campo cada tres o cuatro meses. Veníamos de visita a la colonia y nos quedábamos aquí, en la casa de mis padres, porque nunca logramos tener nuestra propia vivienda, porque lo que ganábamos  con nuestro trabajo y sacrificio apenas nos alcanzaba para comer y vestirnos” –sostiene.
Y acota: “El resto del tiempo estábamos en el campo, solos, mi marido, mis hijos y yo, trabajando para un patrón que casi no veíamos nunca. Viviendo en un rancho que se caía a pedazos y solamente tenía cocina y una habitación para todos. ¡Pero qué se le va a hacer! ¡No quedaba otra!”.
“Con el tiempo –continúa doña Clara-, yo me vine a casa de mis padres y mi marido se cambió a otro trabajo. Pero siempre de peón rural. Cómo no conseguimos comprarnos una casa, nos quedamos en la casa de mis padres, aquí, dónde nací. Compartíamos la casa de mis padres, una de mis hermanas, con su marido y sus seis hijos, y yo y mi marido y mis hijos, todos juntos”.
“Y la vida fue pasando. También  los sacrificios y los dolores fueron transcurriendo. Mis padres murieron. Mi hermana se mudó a otra ciudad con su familia, buscando mejores condiciones de trabajo y de vida y mis hijos se fueron casando y un día también se me fue mi marido: murió de un ataque al corazón, imprevistamente, durante una fiesta de Navidad, aquí, en esta misma casa. Y me quedé sola. Muy sola. La casa es grande. Solamente uso la cocina y una habitación. ¡Así es la vida! –suspira. “Pero no me quejo: tuve una hermosa familia”.
Doña Clara murió unos meses después de esta entrevista, en la misma casa dónde nació y vivió toda su vida. Sus palabras y sus recuerdos la sobreviven en esta nota.

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