domingo, 7 de julio de 2019

La dura vida de un alemán del Volga

"La pobreza te enseña a valorar lo que tenés"- sentencia Ignacio Kloberdanz recordando su pasado.
"Aprendí que todas las comidas son ricas, que no se debe tirar ni una miga de pan, que, a veces, un solo huevo es suficiente para mitigar el hambre después de haber estado dos días sin comer" sostiene.
Cenar a las cinco en invierno, porque ni siquiera teníamos una lámpara a kerosén, cuando era niño, fue habitual. Cenar e irse a dormir. Tiritar de frío porque no había leña para hacer fuego ni cobija suficiente para taparse.
"Desayunar té aguado y después ir a la escuela. Casi descalzo. La ropa remendada. Estar en penitencia todos los días. Vivir con hambre. Esa fue mi niñez" confiesa.
Nada de juguetes. Nada de tiempo para jugar. Trabajar y trabajar. Desde los siete años ayudando a mamá y a papá. Finalmente me mandaron a trabajar al campo de un amigo del patrón de mi padre. Tenía diez años y estuve seis meses sin ver a mi familia.





A los diecisiete mi padre me dijo que ya era tiempo de elegir una mujer y casarme y tener hijos. Así lo hice: me casé y tuve once hijos. Y otra vez la pobreza. Ni siquiera llegué a tener casa. Vivimos en un rancho de adobe con cocina y una habitación. La letrina estaba a treinta metros. Mis hijos crecieron y el hambre los fue echando.
Pasaron los años. Transcurrió la vida. Ignacio Kloberdanz casó a todos sus hijos. La mayoría se fue lejos. En el 2006 enviudó. En el 2009 uno de sus hijos lo llevó a la Capital. En el 2012 regresó por última vez a la colonia. Fue agosto cuando dejó grabadas estas palabras. Y en el mes de septiembre falleció.
"Trabajé toda mi vida. Para ayudar a la numerosa familia de mis padres. Y para criar a mis hijos"- concluyó a modo de síntesis. "Esa fue mi vida".

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