domingo, 15 de agosto de 2021

La sorpresa de papá

Eran las ocho de la mañana cuando el padre se levantó de la cama, luego de haber estado trabajando en la computadora hasta la medianoche. La pandemia había trastocado todos sus horarios y sus costumbres cotidianas. Grande fue su sorpresa cuando, con el mate ya en la mano, salió al patio. La luz amarillenta y tenue del amanecer iluminaba una escena que lo transportó inmediatamente a su infancia. Lo que vio fue increíble para él. Tan increíble como increíble e ilógica era la pandemia. Que sus tres hijos, dos varones y una niña, de entre siete y diez años, estuvieran levantados a esa hora de la madrugada, era algo insólito. Y aún más insólito le resultó descubrir lo que estaban haciendo.  

 La niña había dibujado sobre el cemento una rayuela, medio desprolija, desalineada y difícil de entender, es cierto, para el que quisiera saltar sobre ella, yendo de recuadro en recuadro, hasta llegar al cielo. Uno de los varones, muy serio y profundamente concentrado, jugaba a la payana. Lanzando, de vez en cuando, algún grito desaforado y casi fuera de contexto, porque, a raíz de su falta de destreza para lanzar las piedras al aire, alguna que otra le caía en la cabeza o sobre los deditos. Por último, el otro varón, bien alejado de sus hermanos, estaba, o mejor dicho, intentaba, con suma paciencia, construir un carrito. ¿De dónde habrá sacado las maderas -se preguntó el padre? ¿Y los clavos, el martillo y las demás cosas que tiene ahí? Y aunque no tenía forma de saber sabía si su hijo iba a lograr o no darle forma al carro que estaba en vías de realización, de lo que sí estaba convencido era que los martillazos que pegaba se debían estar escuchando en toda la cuadra y que seguramente iban a dejar alguna marca sobre la vereda de mosaicos, donde estaba trabajando el niño. Estupefacto, dio media vuelta, sin decir una sola palabra, pensando en su propia niñez en la colonia, en sus padres y en sus amigos que quedaron allá. Se dirigió a la cocina, meditabundo, hundido en sus propios pensamientos, y se cebó otro mate para llevárselo a su esposa que continuaba en la cama. Al ingresar a la habitación, su esposa se incorporó para recibir el primer mate de la mañana.  
-Qué te pasa, querido?
-Porque tenés esa cara?
-¿Pasó algo?
-¿Está todo bien?
-Es que no puedo creer lo que vi. Salir al patio y encontrarme con nuestros hijos no solamente sin discutir ni pelear entre ellos, sino que cada uno esté inmerso en sus respectivas actividades, ¡y no vas a creer que actividades!, es algo inaudito. Tendrías que ver en lo que andan. Ni siquiera el abuelo lo creería. Una jugando a la rayuela, el otro jugando a la payana y el otro haciendo de carpintero, fabricando lo que parece un carro. No entiendo nada.  
-Ahhhh!!! Era eso -exclamó la mujer.  
-¿Cómo era eso? ¿Y te parece poco? -preguntó el hombre todavía más sorprendido, intuyendo que su propia esposa y sus hijos andaban en algún secreto que él ignoraba por completo.  
-¡Claro, querido! ¿Te acordás que ayer les compré un libro?  
- Sí -respondió el hombre. ¿Y eso que tiene que ver?  
-¿Cómo que tiene que ver? Todo tiene que ver. ¿ Qué pasa si yo te digo que el libro se llama La infancia de los alemanes del Volga, el que escribió Julio César Melchior? ¿A qué te remite ese título?  
-Ahora entiendo -murmuró el hombre.
-Es evidente –dijo la mujer-, que a nuestros hijos les fascinó el contenido del libro. ¿No te parece?

  Autor: Julio César Melchior

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