domingo, 20 de agosto de 2023

El dolor de nuestros ancestros

 Al embarcar en el puerto de Bremen, en Alemania, tuvo la absoluta certeza de que jamás iba tener la oportunidad de regresar a Kamenka, la aldea en la que quedaban sus padres aguardando un retorno imposible. Lo sabía porque la distancia a América era enorme, alrededor de un mes, el valor del pasaje exorbitante, y porque tampoco sabía cómo le iba a ir en el nuevo país, la Argentina. Lo desconocía todo de esa nación.

  Le habían hablado de que era un país con tierras prósperas para la siembra de trigo, con campos vírgenes casi infinitos esperando ser colonizados, de aldeas fundadas hacía poco y que ya progresaban y crecían con la llegada de más y más contingentes de volguenses, pero nada más. Era suficiente para alimentar sus deseos de emigrar buscando un horizonte mejor, libre, sin hambre y sin guerras, pero, a la vez poco, para proyectar un retorno a la casa de su infancia, al hogar de sus padres, buscarlos y llevarlos consigo. Por eso se preguntaba: conseguiría hacer una pequeña fortuna para regresar a buscarlos y darles una mejor vida antes de que fallecieran? Los veía tan grandes, tan desamparados y tan solos,  parados en el portal, despidiendo a sus hijos, apoyándolos con alegría, con fortaleza, pero escondiendo llantos, tristeza, porque quizás, ellos también comprendían que el adiós era para siempre. El clima en Rusia, y por lo tanto en el Volga, día a día se volvía más y más violento y difícil de sobrellevar.
Al alejarse del puerto, unas lágrimas rodaron por sus mejillas. Era el adiós definitivo a su hogar, a su infancia y a su tierra natal. A su aldea y a sus amados padres.

Autor: Julio César Melchior

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