domingo, 14 de abril de 2024

La aldea siempre fue nuestra patria cotidiana

 La aldea era la patria de nuestra infancia, con sus casas típicas, sus costumbres, su lengua y sus familias integradas por personas de bien, de palabra, que mantenían el compromiso asumido durante toda la vida.
Por eso los almacenes vendían su mercancía a crédito, anotando lo que el cliente se llevaba en una libreta, deuda que recién se cancelaba a fin de mes, cuando el papá cobraba su sueldo en el campo.
Se cocinaba todos los días y varias veces al día, usando productos caseros de la huerta, y amasando los propios fideos. Y se compartía la mesa con los padres, tíos y abuelos, y la comida que sobraba se reservaba para los vecinos, porque el barrio y la aldea eran una gran familia.


Los juegos de los niños en verano eran a la tardecita, cuando los mayores se sentaban en la vereda a tomar fresco. Se jugaba a la rayuela, a la escondida, a la mancha, a la farolera, a los Kosser, a la payana.
La vida en la aldea era sencilla pero hermosa, donde todos se conocían, los familiares y amigos se visitaban después de cenar, comían girasoles, conversaban sobre los trabajos que se realizaban en los campos, los niños que nacían, proyectaban el futuro para sus hijos y, en definitiva, eran felices. 

Autor: Julio César Melchior

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