miércoles, 6 de julio de 2016

“A los catorce me casaron con un viudo de treinta y cinco años”

Todavía jugaba con su muñeca de trapo cuando su padre la llamó a la cocina y la sentó frente a Don Luis y le dijo “te vas a casar con él”. Doña Catalina recién había cumplido catorce años y su futuro marido era viudo, tenía treinta y cinco años y nueve hijos.


Doña Catalina pasó de jugar con su muñeca de trapo a criar un bebé de cinco meses que la mujer de Don Luis dejó al morir en el parto, y ser la madre de ocho hijos más. Los había de todas las edades y sexos. Grandes, tan grandes que podían ser sus hermanos, y tan chicos que necesitaban del cuidado más elemental para sobrevivir. A todo ese universo familiar tuvo que sumar enseguida a su propio hijo, que nació un año después y luego otro y otro, hasta completar siete. Su marido murió pero no se salvó de tener más hijos. La volvieron a casar con un hombre cinco años mayor que ella, con el que tuvo cuatro hijos más.
Su vida no fue fácil. Su existencia la pasó pariendo hijos, encerrada en su casa, yendo del dormitorio donde traía niños al mundo a la cocina donde los alimentaba y criaba. Jamás fue a una fiesta. Jamás salió a pasear con ninguno de sus maridos. Su territorio fue siempre la casa. Su universo los niños. Su futuro ser abuela si es que tenía suerte y la voluntad suficiente para sobrevivir.
Y sobrevivió. Y dice que fue feliz.
Y seguramente lo fue porque no conoció otra realidad. Las pocas mujeres con las que intercambió experiencias a lo largo de su vida, estaban casi en la misma situación. Por aquellos lejanos años nadie se planteaba la cuestión de la felicidad y tampoco nadie se preguntaba ¿soy feliz? La realidad se aceptaba tal como era. No se la cuestionaba jamás. Las cosas eran así y punto.
Catalina vivió una vida larga. Crió hijos. Los suyos y los de su marido. Enviudó dos veces. Fue abuela. Bisabuela. Tatarabuela.  Y un día llegó su hora. Murió apaciblemente. De vejez. Falleció sin saber ni preguntarse jamás qué es lo que quería o esperaba de la vida, de su vida. No se lo preguntó porque jamás supo que tenía derecho a preguntárselo y porque ahogaron su adolescencia bajo el yugo de un matrimonio y un hogar sin escalas previas. Sin tener en cuenta su opinión ni sus deseos.

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