domingo, 14 de abril de 2019

La casa de adobe

La vivienda era precaria, estaba construida con adobes, revocada con barro, pintada a la cal, y con piso de tierra. Tenía solamente dos dependencias, una que cumplía las veces de cocina y otra, de habitación. La única puerta que daba al patio, lo mismo que la que daba al dormitorio, al igual que las dos ventanas, una para la cocina y otra para la pieza, estaban pintadas de verde.
El único lujo, y a la vez, el único confort, que sus moradores poseían, era una cocina a leña, en la que se cocinaban y horneaban todos los platos que ponían sobre la mesa, y con la que calentaban toda la casa en invierno.


También tenían una mesa larga de madera, varias sillas, un enclenque mueble para los enseres domésticos, una cama matrimonial y otra de una plaza y dos colchones, que yacían tirados en el piso.
En la vivienda vivían don Alfredo, su esposa y seis hijos. El mayor tenía trece y el menor dos años. Ninguno asistía a la escuela. Todos debían aportar, con su trabajo, en la manutención del hogar. De nada sirvió que la monja superiora tratara de convencer al hombre de que sus hijos merecían una educación. “Y quién me ayuda en el campo? Usted?” -fue la respuesta. “Somos muchos en la y todos quieren comer”.
La vivienda había sido levantada a unos cien metros del pueblo. Cerca de un arroyito. Los niños, en verano, junto a la madre, cultivaban una quinta, como para alimentar a toda la colonia. Cosa que intentaban, porque todos los días, bien temprano a la mañana, madre e hijos, recorrían el pueblo vendiendo verduras y hortalizas.
Tenían una vida sacrificada. Dura. Llena de privaciones. Que, con los años, se profundizó, porque fueron naciendo varios niños más. La pobreza no parecía un límite para concebir más niños. Más bien, parecía todo lo contrario.
Tampoco el poco espacio que había en la casa era un límite para traer más hijos al mundo. En vez de ampliarla, cosa difícil, ante una situación de humildad tan extrema, se solucionaba el inconveniente desparramando colchones en la cocina durante las noches, que generalmente eran compartidos por más de dos niños.
Todos crecieron sanos y de uno en uno fueron abandonando la casa para luego casarse.
Finalmente don Alfredo y su esposa quedaron solos, en la casa de adobe, junto al arroyito.
Primero murió don Alfredo, a los 83 años, y unos meses después, lo siguió su esposa.
La vivienda, de adobe, pintada a la cal, con puertas y ventanas verdes, quedó sola, a merced del tiempo.
Un día, transcurridos muchos años de soledad y olvido, un viento fuerte se llevó el techo.
Y la casa empezó a morir. (Julio César Melchior).

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