domingo, 28 de abril de 2019

Travesuras infantiles a la hora de la siesta en las colonias de antaño

El niño estaba tirado entre los pajonales, apretado contra el suelo, conteniendo la
respiración, mientras espiaba como don Fermín salía de la casa, a una hora inusual, para caminar hasta el fondo del patio e ingresar al baño.
Allí permaneció durante un tiempo que al niño le pareció interminable, hasta que, por fin, salió y desanduvo el camino rumbo a la casa. El deseo de ir al baño era el único motivo por el cual el anciano podía interrumpir su siesta y dejar la cama en pleno verano para andar bajo los rayos del sol a las dos de la tarde.
Cuando el niño estuvo seguro de que don Fermín ya no volvería por un buen rato, se arrastró hasta el borde de la quinta, cerca de las plantas de tomates, miró hacia la casa, por las dudas, y, cautelosamente, se puso de pié.



Sus ojos brillaron, destilando codicia, al ver tan cerca de sus manos los rojos y sabrosos tomates, que brillaban al sol, instándolo a que los corte y les eche un buen mordiscón. Pero se contuvo. En lugar de eso, pensó en su hermanito, se sacó la gorra y comenzó a llenarla hasta más no poder.
Terminada la faena y justo cuando iba a darle un mordisco al más grande y hermoso tomate que había visto en su corta vida, un grito lo paralizó. Don Fermín venía corriendo hacia él, lanzando maldiciones y agitando una escoba, furioso.
El niño, asustado y desorientado, salió corriendo hacia los pajonales, no sin tropezar con la regadera, que estaba parada junto a las plantas. Con tan mala suerte que cayó sobre la gorra. Como pudo, se levantó dolorido, agarró la gorra que chorreaba un espeso líquido rojo, y escapó despavorido, seguido por don Fermín, a los gritos. (Autor: Julio César Melchior).

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