miércoles, 17 de octubre de 2018

Todo es Historia. Inmigrantes. Un proyecto colosal para la gran Argentina

► Características:     Revista de edición mensual.
► Título Original:     Todo es Historia. Inmigrantes. Un proyecto colosal para la gran Argentina.
► Autor:     Todo es Historia.
► Editorial:     Todo es Historia. Septiembre 2000, Nº 398.
► Páginas: 98

Los que vinieron por Gregorio A. Caro Figueroa
Son pocos los argentinos que saben o recuerdan por qué y cuándo el Estado nacional instituyó el 4 de septiembre como Día del Inmigrante. Quizás esta ignorancia y olvido se expliquen porque, a partir de 1930, comenzó a disminuir la cantidad de inmigrantes de origen europeo que llegaron masivamente al país desde 1860.

Que los descendientes de esos inmigrantes constituyan la mayoría de la población argentina actual, también arroja luz sobre ese menor interés por una fecha cuyo significado se fue desvaneciendo a medida que sus hijos se fueron nacionalizando e integrando plenamente.

Entre la aceptación natural y reducidos bolsones de rechazo lindantes con la xenofobia, desde sus origenes como pais independiente y con ritmo desigual, la Argentina fue incorporando una numerosa población de origen inmigrante. Entre 1860 y 1930, nuestro país tuvo un crecimiento relativo no alcanzado por ningún otro pais en el mundo.

Durante ese lapso de setenta años, la población argentina se decuplicó. Los estudios demográficos señalan que al inicio de este período la Argentina tenía una población estimada en 1,2 millones de habitantes y hacia el final de casi 12 millones. Como bien señala Alfredo Lattes, "la inmigración extranjera de la segunda mitad del siglo XIX y las primeras décadas del siglo XX ha constituido uno de los factores centrales del proceso de transformación de la Argentina, dado que afectó, prácticamente, todas las esferas de la sociedad".

Desde la ocupación y población del territorio por los españoles a partir del siglo XVI, ningún otro fenómeno modificó la incipiente sociedad argentina de modo tan profundo y extendido como la inmigración. Ella no aportó sólo los brazos necesarios para producir la transformación económica. Su presencia modificó la estructura social, enriqueció la cultura, diversificó las ideas y las creencias, transformó hábitos, costumbres y sensibilidades.

En 1810, lo que es hoy la Argentina era un territorio semidesértico, de superficie tan extensa como imprecisa en su demarcación, dotado de vastas y fértiles tierras apenas pobladas y cultivadas. Aquel año, cuando las provincias rioplatenses decidieron iniciar el proceso de desgajamiento de la corona española, ese enorme y despoblado territorio sólo cobijaba a 350.000 habitantes.

Pocos argentinos recordamos que en 1949, a través del decreto 21.430, el Poder Ejecutivo estableció aquella fecha para recordar el Día del Inmigrante. Al hacerlo, fundamentó su decisión en que la primera medida de fomento a la inmigración fue el decreto dictado por el Triunvirato el 4 de septiembre de 1812. Iniciativa que retomó y profundizó la Asamblea del año XIII, dotándola de un marco jurídico.

En 1824 Bemardino Rivadavia crea la Comisión de Inmigración, recogiendo las experiencias que habia acumulado a partir de 1818, cuando realizó las primeras gestiones en Europa para atraer inmigrantes. Aquella comisión fue el primer intento de diseñar y ejecutar desde el Estado una politica en la materia. En el Reglamento de 1825 se esboza por primera vez la idea del Hotel de Inmigrantes. La iniciativa rivadaviana sucumbió en 1836 cuando el gobierno de Buenos Aires decidió suprimir ese organismo.

Las lineas maestras de esa comisión estaban ya insinuadas en la carta que Rivadavia escribió al Director Supremo, Juan Martín de Pueyrredón, el 9 de septiembre de 1818. En ese texto, Rivadavia planteó que la seguridad jurídica era condición necesaria para promover proyectos de inmigración y colonización. No se trataba de que esas leyes garantizaran sólo el acceso a la propiedad o que exceptuaran del servicio militar y del pago de diezmos.

Era menester, además, asegurar crecientes niveles de tolerancia hacia todas las creencias religiosas, incluso hacia el agnosticismo o ateísmo, a un contingente humano que, en su mayoria, practicaba cultos no católicos o no practicaba ninguno. No se trataba sólo de que esos inmigrantes no fuesen molestados "por la religión que profesan, o dejen de profesar, sino de que será libre y público el ejercicio de la suya".

"El aumento de población no sólo es a ese Estado su primera y más urgente necesidad, después de la libertad, sino el medio más eficaz, y acaso único, de destruir las degradantes habitudes españolas y la fatal graduación de castas; y de crear una población homogénea, industriosa y moral, única base sólida de la Igualdad, de la Libertad, y consiguientemente de la Prosperidad de una nación", señaló Rivadavia a Pueyrredón.

Tuvieron que transcurrir cuarenta años para que el Estado argentino retomara aquel impulso, truncado por las guerras civiles y el repliegue sobre nuestras propias disensiones, y por los recelos que despertaba en el régimen de Rosas cualquier apertura hacia el resto del mundo. Pero ese impulso estaba sesgado: la inmigración era sinónimo de población europea, en la arquitectura demográfica de la elite que, entre 1853 y 1860, lo actualizó.

Tanto en el espiritu que impregnó su letra, como en su Preámbulo y, específicamente, en su articulo 25, la Constitución de 1853 dio rango jurídico a esas ideas. A partir de ese momento, la Argentina abrió sus puertas y se comprometió a garantizar todos los derechos consagrados en su Constitución a todos los hombres de buena voluntad que quisieran habitar el suelo argentino. Esos principios generales fueron reafirmados al sancionarse la Ley 817 de Inmigración y Colonización, en el año 1876.

Cuando, en el año 1869, se mandó a levantar el Primer Censo Nacional, la población argentina superaba el millón setecientos mil habitantes. De este total, poco más de doscientos mil eran de origen extranjero. El Tercer Censo Nacional de 1914 registró siete millones ochocientos mil habitantes, de los cuales casi el 30 por ciento era de origen extranjero.

"En la provincia de Buenos Aires lo era el 44 por ciento y en las de La Pampa, Santa Fe y Mendoza, alrededor de uno de cada tres lo era. La inmigración dejó de lado transitoriamente a la región noroeste del pais", explica Nicolás Sánchez Albornoz quien, al hacerlo, se refiere sólo a la inmigración blanca europea. Sin embargo, hay que recordar que la inmigración de países limítrofes nunca dejó de llegar a esas provincias.

La distancia del puerto de Buenos Aires, el menor dinamismo de sus economías, la mayor cerrazón de sus sociedades y el predominio del latifundio, son algunos de los factores que explican que el aporte inmigratorio haya revestido escasa importancia en esas provincias.

Los censos establecían claras diferencias entre los inmigrantes, a los que otorgaba diferentes categorías según fuese procedencia. El titulo de inmigrante quedó reservado sólo para la población de origen europeo. A los inmigrantes procedentes de Bolivia, Chile, Paraguayo Perú se los denominaba "extranjeros de países vecinos". Mientras los europeos representaban apenas el uno por ciento de la población de una de esas provincias, los bolivianos y chilenos norteños aportaban hasta más del tres por ciento.

Una visión tan superficial como errada adjudica, en bloque, el cultivo de un tradicionalismo refractario a la inmigración a las elites provincianas. Al hacerlo, olvida que el fundador de Esperanza, la primera colonia agricola argentina, fue el salteño Aarón Castellanos o que Damián Torino, otro salteño ministro del gobierno nacional, publicó en 1912 su libro sobre El problema del inmigrante y el problema agrario. Olvida, también, las decenas de tesis que, defendiendo la condición legal del extranjero, presentaron esos provincianos en la Universidad de Buenos Aires a fines del siglo XIX y principios del XX.

Las esperanzas que despertaba un país de amplios horizontes y los temores que también provocaban los obstáculos que había que superar para alcanzarlos, eran comunes a ambas vertientes inmigratorias: las que vinieron de Europa o las que lo hicieron de los países vecinos.

Dejar sus ciudades o sus pequeñas aldeas y llegar en tercera clase al puerto de una ciudad desconocida que, a partir de 1911, comenzó a albergarlos en el Gran Hotel de Inmigrantes, no fue un lecho de rosas para esos seres humanos que apretujaban sus ilusiones junto a su pobre y escaso equipaje. Aún de pie, pero ya sin el rumor de las miles de personas que pasaron por él, el Hotel de Inmigrantes merece conservarse como monumento nacional. Su similar de la Isla Ellis, en Estados Unidos, fue reciclado como museo y centro cultural, dice Graciela Swiderskí.

Si estos inmigrantes llegaban en barcos, aquellos otros que bajaban de las alturas andinas, lo hacían a lomo de mula. Les aguardaban otras durezas que eran, sin embargo, menores a las soportadas en sus lugares de origen. Unos venían para quedarse en unas tierras donde lo único que los diferenciaba de los nativos era su tonada o algunos hábitos. Otros estaban de paso, eran "golondrinas" atraídas por la cosecha en los ingenios, a la que prestaban sus brazos y en la que, a veces, dejaban sus vidas.

¿Podemos imaginar a la Argentina sin el aporte inmigratorio? Quízá porque el noventa por ciento de los argentinos tenemos antepasados inmigrantes, pase desapercibido el día destinado a recordarlos. Es que los inmigrantes de ayer somos los argentinos actuales.

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